Hace más de sesenta años, en la mesa de un bar que ya no existe, se daban cita para debatir algunas personalidades de la cultura y la política montevideana, en medio de una sociedad amenazada por el miedo.
A partir del espacio simbólico de esta mesa de boliche, y con la máquina de escribir Olivetti comandando las acciones, el Ruso Rosencof conjura recuerdos y personajes clave de nuestra historia reciente. La memoria guía el recorrido, y por sus páginas aparecen la dictadura que se avecina, los movimientos revolucionarios que buscan cambiar la historia, los políticos de la época, las crónicas del cautiverio, junto a la ternura de un padre que quiere contarle una historia a su hija y así conjurar el horror. Y, sobre todo, campea la libertad, que encuentra cualquier hendija para salir a la luz.
«Quiero fijar, en el pliego, instantes de mi vida. De mi vida quedan esos vientitos que la conforman. Sobre esas ráfagas puedo hablar, contar, escribir. Porque hay una masa infinita de tiempos que quedaron por ahí. Días, tiempos que hicieron posible que los que me construyeron permanezcan nítidos; todos tal cual fueron y conformaron, más allá de anaqueles de recuerdos, sentimientos, conductas, amores, dolores.
Y como si fueran parte del mismo film, entre esos remolinos de memorias aparezco jugando con una pelota de trapo en la vereda, y atajando el Fito. Y sin cortes comerciales estoy en una reunión clandestina, remangando una camisa blanca sin dejar de hablar, y por ahí aparezco abrazando a una piba, la Margarita, rumbo al parque».