De todos los sentimientos, aquel que une al hincha con su equipo acaso sea el único que se alimenta en igual medida de éxitos y fracasos, de amor correspondido y desencuentro, de pelotas que pegan en el palo y entran o salen. Ser hincha —no mero simpatizante— es permitir que nuestro estado de ánimo dependa del accionar de once hombres jóvenes a los que quizás nunca tengamos oportunidad de mirar a los ojos. Hombres que hoy están y quizá mañana se hayan marchado para siempre o préstamo con opción, o que incluso regresarán con la misión de arruinarnos la existencia.
Somos hinchas de esos tres colores atados con doble nudo a nuestra memoria emotiva commo pocas cosas en la vida. Recuerdos que alimentan sueños que no saben de presupuestos o chances matemáticas, y que se renuevan cada vez que la tabla se resetea a cero y el entrenador de turno nos promete compromiso, austeridad, buen juego y apenas un refuerzo por línea.
Que el pacto con los colores se renueve eternamente es parte de la magia que encierra el fútbol y que le estará negada a otras manifestaciones culturales seguramente mucho más ricas, pero con menor capacidad para marcarnos la vida.