Los retratos oficiales que muestran a las reinas ataviadas con suntuosos vestidos y
cubiertas de joyas ocultan unas vidas marcadas por las desdichas y las tragedias
personales.
Algunas de ellas se encontraban lejos del trono al nacer, pero consiguieron ceñir la
corona por derecho propio y no por matrimonio. Isabel I de Inglaterra, hija de Ana
Bolena, pasó de ser una princesa bastarda a dar nombre al glorioso siglo en que reinó;
Catalina la Grande no dudó en ponerse al frente de un ejército para derrocar a su
esposo y dirigir con mano firme el imperio ruso, mientras que la emperatriz Cixí entró
en la Ciudad Prohibida como concubina y gobernó China oculta tras una cortina de
seda. Hubo también reinas marcadas por la fatalidad que sobrevivieron en un mundo
de intrigas: Catalina de Aragón, hija de los Reyes Católicos y primera esposa de Enrique
VIII, fue una de las soberanas más amadas de Inglaterra. O la infeliz Carlota de México,
una joven y culta princesa belga que se convirtió en emperatriz de México y perdió la
razón tras el asesinato de su esposo, Maximiliano de Habsburgo.