La Soledad mira impotente el desamparo y desmoronamiento en el que la gente y las relaciones van cayendo. Reflejo del ecocidio, del trueque tramposo entre «humanidad» e inteligencia artificial, de las familias frágiles y de una infancia diluida, esta finca será testigo del dolor y la angustia de Antonia. Sintiéndose intelectual y físicamente inferior a todos, ella creerá, por momentos, que hay salidas luminosas. A veces, gracias a la literatura; en ocasiones, en la complicidad con otros igual de rotos que ella. Pero el ir y venir entre el rechazo y la indiferencia de su madre será su constante y obligada vuelta a la realidad. Eso y la atmósfera contaminada por el poder, la corrupción, las adicciones y las enfermedades futuras que ya se van instalando en su joven cuerpo. Sabe que está, estuvo y seguirá estando sola…, salvo, quizá, por la permanente presencia del narrador, esa voz del futuro y del pasado, intrusiva, a veces divertida y siempre trágica, que no tiene ningún tipo de concesión. Ni con ella, ni con el lector.