La toma que se repite. Los susurros de los qom y su prolijo caminar de fila escolar ante las cámaras. Las máquinas que se empantanan. El calor y el barro. Los trajes y las pelucas. El casting. Pueblos fantasma transformados en escenografía; vecinos, en españoles e indígenas; campos, en los páramos donde Don Diego de Zama espera en vano el ascenso que lo saque del ostracismo y la apatía. Mientras Lucrecia Martel filma, Selva Almada observa, pregunta, escribe. Y esas notas -sutiles, líricas- son mucho más que un inspirado e irreverente diario de filmación: son un dispositivo óptico, sensible, que ilumina, fragmenta y profundiza en el mito literario de Zama, atravesando las páginas y las imágenes, de la película al libro.