Casi al límite del agotamiento, mientras nada en el mar con la furia de quien quiere liberarse de una noche de pensamientos obsesivos, el comisario Salvo Montalbano se topa, literalmente, con la investigación más difícil de cuantas ha llevado a cabo hasta la fecha. En efecto, su hallazgo de un cadáver medio descompuesto, con unos profundos cortes en las muñecas y los tobillos, desencadenará una serie de reacciones que harán que se sienta más aislado y superado por las circunstancias que nunca. La realidad política, la actitud de la policía hacia los inmigrantes, todo conspira contra su natural deseo de que se haga justicia con el cadáver anónimo, destinado si no, como tantos casos de clandestinos ahogados, a ser archivado sin más trámite y a perderse en un anonimato que, de un modo extrañamente macabro, parece armonizar con la acuciante sensación de soledad que padece Montalbano.
Sin embargo, la iniquidad sacude por fin al comisario, borra del mapa cualquier intención de abandonar su profesión y lo empuja hacia el arriesgado camino de una doble investigación sobre unos delitos aparentemente independientes y sólo equiparables por la infame violencia que se adivina.
Dos misterios que, a pesar de estar destinados a confluir en un punto determinado, se niegan a hacerlo, conformando un enigma inquietante que desbarata una y otra vez el rompecabezas. Al final del camino, la verdad que aguarda a Montalbano es de esas cuyo horror inconmensurable transforma para siempre a una persona, incluso a alguien tan curtido en mil batallas como Salvo Montalbano.